Hay días en los que estos nervios deciden colapsar
y el espectáculo entero se derrumba
y me encuentro en la jaula
pero más sola que nunca,
tal y como predijo alguien a quien debería empezar a atender
alguna vez, no sé, por probar,
por si existiese la posibilidad de que algo no vaya a peor.
Hoy mi abuela me ha definido como ciudadana del mundo
y no he pensado en sonreír ni en cada viaje al que me llevó ni en un rincón de mi vida al que me mudé en solitario y por voluntad propia;
solo he vuelto a callar que nada está bien desde hace tiempo
y he pensado en fingir que pensaba en sonreír y en cada viaje al que me llevó y en un rincón de mi vida al que me mudé en solitario y por voluntad propia.
Ella por suerte no ha notado la diferencia.
Hoy me han hablado desde un número que jamás volverá a mandar señales
en su mano original,
y he sentido de vuelta ese nudo que, cuando no duerme,
a ratos me asfixia y a otros me ahoga.
He viajado al momento en el que los malos tiempos eran mejores que ahora
y he continuado un proceso de luto interrumpido
que algunos días me hace amanecer con el pecho oliendo a cadáver.
Ni siquiera esto es estable.
Necesito. Menos. Cambios.
Pensaba en escribir sobre la maldición de la memoria
y sobre mis pocas -aunque fuertes- adicciones
y sobre interruptores que despliegan los dedos
y sobre cómo la ausencia de noticias es para otros buena noticia y para mí solo ausencia
y sobre quien está sin estar de manera omnipresente en los momentos menos oportunos
y sobre entregar un ramo y recibir una flor muerta,
y sobre la paciencia como talón de Aquiles,
y sobre la importancia de a quién saludas pero, más aún, la importancia de a quién dices adiós
pero
me he dado cuenta de que la concreción no era tan importante.
En mi cabeza ahora todo se reduce
a esa sencillez primitiva
de aprender a dejar ir.